Tener razón o ser feliz

Pablo Diéguez es un nombre que no voy a olvidar jamás en mi vida. Es raro eso, es raro saberlo a mis 32. Al menos tres décadas más me va a acompañar ese nombre. Yo no fui muy feliz en mi primer trabajo, pero tampoco tenía la capacidad reflexiva que tengo hoy para percibirlo. Me llevé muchos aprendizajes inconscientes esos dos años, pero de manera consciente son pocas las cosas que me quedaron por la positiva. Es decir, son muchas más las cosas que entendí que "no", que las que entendí que "si". Si no se entiende, está bien. Pero llevo grabada una frase que me dijo Pablo, extraño espécimen en ese entorno, un hombre tradicional, de familia y de river, rodeado de jovencitos promiscuos festivaleros, un kirchnerista en un entorno que exudaba ambigüedad ideológica (solo así se puede licitar con dios y con el diablo), pero una ambigüedad que era en realidad caldo de cultivo del macrismo soft que se venía: perros de la calle, villa devoto, macarons, zona norte, la caja de biografías de Steve Jobs para repartir.

Un día, en la oficina que compartíamos en un tercer piso en la calle Zapiola, yo estaba evidentemente ofuscado por algo, y Pablo, con aire de monje zen, me preguntó: "¿Querés tener razón o ser feliz?".

En 2016/17 estuve en un corte de calle (parcial) en la avenida Córdoba, frente al Sanatorio Güemes, por la aparición de una piba que se sospechaba podia haber sido secuestrada por una red de trata, y desde Acuña de Figueroa dobló un auto que al ver el corte de calle empezó a tocar bocina, de esos bocinazos de apoyo a un corte, tan distintos del bocinazo de bronca. Por la ventanilla del auto gritaba un tipo que yo, quise pensar, era Pablo.

Para Mayo de 2013 un día entré al trabajo a las 10 am, me llamaron a una oficina y me comentaron que ya no era parte de la empresa. Terminada esa charla Pablo me llevó a almorzar, no recuerdo a qué cadena de hamburguesas. Era un poco temprano para clavarse uno de esos combos pero comí igual. Casi ocho años después, el mismo Pablo me contactó por LinkedIn un 28 de diciembre de 2020 para desearme feliz cumpleaños y preguntarme como estaba. Parece que me sentía bien, porque es lo que le dije: que había retomado Historia en la UBA, que me había mudado con mi pareja, que tuve un par de laburos que me abrieron puertas a pesar de la pandemia y que guardaba lindos recuerdos de nuestros años trabajando juntos. Él me contestó que seguía en la misma empresa, que sus hijas ya eran preadolescentes y que también recordaba esa época, "muy divertida". Hasta ahí nuestro intercambio.

Abro LinkedIn para citar esta conversación y veo que nueve meses después de nuestra charla te fuiste, tras casi doce años, del trabajo que compartimos. Yo, querido Pablo, no recuerdo esa época como "muy divertida", pero no te quise decir nada en ese momento, en el chat de una página web que nunca terminé de entender para qué carajo sirve. Capaz tenés razón. Después de todo, el humano encuentra como regularse, de la manera que sea. Seguro que lo pasamos bien, es posible que con el tiempo yo haya magnificado las cosas negativas y minimizado las positivas. Muchas veces castigo a mi cerebro por enfocarse en lo malo, por recordar todas las nimiedades y no tanto, los gritos (ajenos), los llantos (propios), los comentarios de mierda, la cultura tóxica que se vivía en esas oficinas de Belgrano primero y Colegiales después. Pero acá tengo que apreciar y reconocerle que entre tanta basura haya recordado tus gestos nobles. Gracias.

Si tuviese que responderte ahora, te diría que ando bien, que atravieso la incertidumbre. Que debería tener más presente la frase que me dijiste aquella vez. Porque no quiero tener razón, quiero ser feliz.