Otra mañana en Riobamba. Con la seguridad de que va a estar ahí, bajo a la esquina a comprarle una torta frita a la señora que se sienta con su carrito de café frente al ventanal de la Casa de Rio Negro. Es la primera vez que le compro, si bien la vi varias veces. Hay una porción muy apetecible visualmente de bizcochuelo. Compro una también.
No lo encuentro y me desespera. Como si hubiese guardado en un cajón inaccesible algo valioso para que no fuese encontrado jamás, y mi ansiedad me hiciera revisar el cajón solo para descubrir que está vacío. La Casa de Rio Negro tiene un historial largo de protestas, vidrios rotos, pintadas, cortes de calle... pero no hay motor de búsqueda que me esté permitiendo encontrar detalles. Dos (¿dos?) estudiantes del Normal 1 (¿o del Pellegrini?), atropellados (¿y muertos?) en Rio Negro. Estoy seguro de que pasó. Nada salta, nada surge, busco por fecha, busco en Facebook, busco en Google. No puede ser. "Estudiantes", "atropellados", "Rio Negro". Tiene que estar. Porque vi las movilizaciones, porque no participé de ellas, porque me enteré lateralmente, porque mis problemas y los problemas del mundo parecían no tener punto de contacto.
El 14 de agosto de 2009, con 16 años, yo aún no se que, para que la cerveza no se espume al servirla, conviene inclinar el recipiente que la recibe. La botella de gaseosa se rebalsa y mancho la mesa de madera (esa mesa enorme y solemne que aparece en toda foto familiar de las últimas tres generaciones y de la que diez años después logré, como un triunfo personal, que nos deshicieramos). Maxi, Alejo y Facundo, tres amigos de la secundaria, van a ir conmigo a un festival al que me invitó mi novia, que estudia en el Pellegrini. Por algún motivo que no recuerdo, es una noche especial: mi vieja no está, y la perspectiva de salir a escabiar en un festival un viernes a la noche sin tener que dar explicaciones en mi casa tiene cierto carácter mágico.
Me di cuenta bastante rápido, pero no supe ponerlo en palabras: siempre sentí que a mis amigos de la secundaria les faltaba un golpe de horno en comparación con los de la primaria. Capaz fue gracias a Longobardi, con el discurso sobre la decadencia educativa que le taladraba en el oído a mi vieja cada mañana desde el estudio de Radio 10, que me encontré una mañana a fines de 2005, con mi guardapolvo puesto, teniendo una entrevista para empezar la secundaria en una escuela "semi" privada y de orientación religiosa.
"¿De qué es?", le pregunté. "De nada, es así" me respondió la señora. Bizcochuelo nomás. Harina, azúcar, huevo, leche, polvo para hornear. Yo venía cocinando unos budines de limón muy trabajosos para venderle a conocidos y así hacer un mango, y tardé unos segundos en entender el concepto de un bizcochuelo no saborizado. Pero me lo comí igual, no recuerdo tomando qué, con la feliz tranquilidad del ignorante, en un departamento en el que había vivido veinte años de mi vida y al que dos meses después juré, muy teatralmente, jamás volver.
Hace dos semanas, el doce de Abril, la Policía de la Ciudad clausuró en Bogotá al 2500, en Flores, una suerte de centro logístico desde el que salían personas con sus carritos a vender café y facturas. Se calculó que abastecía unos veinte carros. Cuando vi la noticia y las fotos, tuve uno de esos momentos que remiten al final de la infancia: me di cuenta de que, el par de veces que cruzarme con un carrito de café me había despertado alguna reflexión, había imaginado a esas personas temprano en su casa, llenando termos y preparándose para salir. Hace dos semanas me atravesó la idea de que absolutamente todo está mucho mejor organizado, incluso en su precariedad, de lo que yo imagino. En la pared se amontonan bolsas y bolsas de café La Virginia, cajas y cajas de té y mate cocido marca Carrefour. Garrafas, decenas de ollas, baldes...
La imagen tiene algo muy "localcito del Partido Obrero". Las estanterías, en lugar de almacenar infusiones, podrían estar cargadas con volantes -amarillentos o actuales- llamando a derrotar el ajuste, periódicos jamás vendidos, pilas de revistas teóricas, en un momento profundamente práctico de la militancia. Las instalaciones de gas y electricidad, precarias, con el tradicional cable de alargue colgando inconvenientemente en algún lugar de paso, podrían quedar intactas. Pero la gran diferencia, porque estamos hablando después de todo de un local usado con fines comerciales, es que no parece haber ninguna mesa desvencijada en torno a la cual pasar las horas mientras se espera. Que lleguen los compañeros para empezar la reunión. Que toque tomar la palabra. Que pase el momento incómodo de constatar que esos contactos que queríamos llevar a esa actividad finalmente no fueron. Que termine de dar su informe el plato volador que vemos en el local una vez al año, cuando hay que votarlo para que vaya en representación de nuestro barrio al Congreso partidario.
Contrario a lo que pensaban mi vieja y su marido, había mucha más contención en el secundario del Normal 1 que en el Don Bosco, precisamente porque en el Normal estaba habilitado que los estudiantes tuviesen una vida por fuera de las aulas, pero dentro de la institución. No había por qué irse cuando terminaba tu turno. Podías quedarte ahí, cruzarte con gente de la otra banda horaria (tus compañeros de primaria que habían elegido el contraturno), jugar, hacer música, fumar, escuchar una asamblea, participar en el Centro de Estudiantes. En cambio el Don Bosco, a excepción del torneo de futbol de los viernes, nos abría sus puertas solo para ir a clase. De casa a la escuela, y de la escuela a casa. Si querías actividad por fuera de eso, podías ir el sábado a la tarde a los Exploradores, la copia humilde de los Boy Scouts. Jamás fui.
Llegamos al festival y soy un campeón. Hay amigos míos de la primaria, están mis amigos de la secundaria, tenemos cerveza, está mi novia. No tengo recuerdos mayormente, pero la pasamos bien. En un intervalo entre una banda y otra, alguien habla en el escenario. Aprovechamos para bromear con mis amigos. Facundo dice alguna boludez que yo le festejo, y como justo aplaude toda la gente a nuestro alrededor, levanto un brazo y lo señalo riéndome, como haciendo el gesto de que en verdad lo aplauden a él. La mente del culposo tiene estas cosas. Incapaz como soy de retener la fecha de cumpleaños de las personas que más quiero, tengo el recuerdo cristalino de mi novia viniendo un rato después a decirme que una amiga suya le había marcado que estaba mal que yo me estuviese riendo en ese momento. La madre de Luciano Arruga, según su amiga, me había mirado mal desde el escenario.
El 25 de Enero de 2011, tres mochileros adolescentes perdieron la vida en el acceso a El Bolsón al ser atropellados por un conductor alcoholizado. Nehuen Marino (17), Eugenio Tretyakov (18) y Juan Enrique Schott (17) fallecieron en el acto mientras que Jorge Arce (18), quedó herido y su madre murió mientras luchaba por su recuperación.